Myriam siempre tuvo una regla: no casarse ni con un soldado, ni con alguien que se fuera a trabajar a Estados Unidos. Ahora va a recoger a su esposo, ex-militar, que acaba de llegar a México después de una estancia de cinco meses trabajando en Canadá. Al menos el país fue diferente.
Y es que durante la última década, la fuerza de trabajo mexicana ha optado por ir una nación más al norte. Estados Unidos se ha vuelto demasiado peligroso, lo de hoy es ir a probar suerte a Canadá.
Hasta 2019, la población estimada de compatriotas en territorio canadiense era de 1 millón 200 mil. Muchos se van como Trabajadores Extranjeros Temporales, hombres en su gran mayoría, que provienen del centro y sur de México y que venden su mano de obra. Uno de ellos fue Romelio.
Romelio tiene los ojos tristes, cansados. A sus 33 años nunca se imaginó estar en donde se encuentra ahora. Duró cinco años en el ejército y planeaba jubilarse a temprana edad de ahí, pero nació su primera hija, Romina, y el no verla crecer hizo que tomara una decisión precipitada y echara el uniforme y su antigüedad a la basura. La patria nunca va a ser tan importante como los hijos.
A Romelio le gusta analizar a las personas y se sabe todas las capitales de todos los países del mundo. Es una persona sensible y muy inteligente, pero la inteligencia no siempre paga bien.
Al inicio con solo Romina, todo parecía en orden, pero después vino otro hijo, y a los años, una tercera. Es ahí cuando se dieron cuenta que los bebés necesitan pañales, leche y toallas húmedas, pero los bebés crecen y después vienen escuelas, uniformes, ropa, comida, renta, agua, luz, internet, entre tantas otras cosas que egoístamente la vida nos exige.
Así fue como renunció a su trabajo como lavador de carros en una agencia -empleo en el cual apenas le pagaban el salario mínimo- y tomó un avión desde Puerto Vallarta hasta Ontario, Canadá. De nuevo los hijos le ganaron a la patria.
La cosa es así: un empleador publica ofertas de trabajo y los interesados en estos se ponen en contacto con ellos, tras esto se pide un permiso al gobierno de Canadá para trabajar temporalmente. 250 dólares canadienses más tarde, el permiso es todo tuyo.
“AGL Grass” fue la empleadora de Romelio. Esta empresa, con cuatro sedes en Estados Unidos y una en Canadá, se encarga como el nombre en inglés lo dice, de instalar pasto artificial en diversos lugares, desde casas y escuelas hasta parques y comercios.
Cuando Romelio se encontraba laborando tenía 20 compañeros, más tres supervisores que se encargaban de dividirlos en cuadrillas de entre seis y siete trabajadores.
Los hombres se encargaban de preparar los terrenos en los que fueran a laborar ese día y de instalar el pasto artificial. La paga se podría considerar buena, 25 dólares canadienses por hora laborada, que convertidos se vuelven 323.42 pesos mexicanos. Romelio ganaba un poco más de la mitad por jornada completa en su empleo en México.
Durante su estadía descubrió partes de la ciudad de Hamilton, así como del resto de Ontario, visitó las Cataratas del Niágara y fue a cinco lecciones de inglés en una iglesia cristiana. Se sentía bien, un poco solo; la rutina del hola, cómo estás, bien y tú, qué han hecho, lo agobiaba.
Pero todo por servir se acaba, y las jornadas laborales pasaron de ser de ocho a ser de cuatro horas, o incluso pasaban días sin que hubiera trabajos por hacer. Sumado a esto, no solo la paga en los países del mal llamado primer mundo es mayor, sino que también el costo de vida; a Romelio se le iban 200 dólares semanales solo en los gastos del alquiler.
El gobierno canadiense tiene catalogado como ilegal el que cualquier empleador prohíba a sus trabajadores el renunciar y buscar otro empleo, pero muchos de los que se van no saben esto.
“También me vine por ellos”, agrega mientras señala a sus tres hijos, que están saltando en un trampolín, y que interrumpen seguido la plática porque quieren mostrar algún truco, decir algún comentario, que un insecto ya se metió a saltar con ellos, que su hermano ya les cayó encima, que ya va a llover.
Cuando le pregunté a Romina, la hija mayor, cómo se había sentido al irse su papá, me respondió “triste, triste, triste”, el sentimiento a la tercera potencia.
– Y ¿sabes por qué se fue?
– No, ¿por qué?
Es ahí cuando recordé a mi padre, él también se fue al otro lado cuando yo tenía ocho años, pero a diferencia de Romelio, nunca volvió.
¿Acaso me sentí triste? Tal vez de niños no dimensionamos cómo funciona el mundo, o en nuestras pequeñas cabezas, el dinero no es el que lo mueve.