De olas altas y hombres valientes

“Cuyutlán ignorado.

He visto tus calles,

y he visto tu mar.

Hoy, ansío tu ola verde marina,

de verde esperar”

Fragmento de “Tu ola verde”, Maruja Quesada

Me pesan los pulmones mientras escribo esto.

La alarma de las 20:45 es señal de que ya debo estar arriba del camión. Hoy me le adelanté cinco minutos, así que voy en el 3D rumbo a la central. Somos cuatro en total más el chofer, mi audífono izquierdo se descargó y me duele la rodilla derecha. No ha sido el mejor día.

Me caga tener que viajar cada viernes por la noche, ya sea en un camión todo jodido – que termina subiendo más pasaje del que permiten los asientos y que llega hasta una hora después de la acordada – o como pasajera del carro de algún desconocido, que por economía, amabilidad o razones alternas ofrece raites a precios razonables. Qué miedo. Pero tengo que llegar a mi destino, siempre en viernes por la noche.

Allá en mi casa hace calor y los párpados se te cierran a cualquier hora del día. Allá en mi casa se respira cada vez más la inevitable urbanización de una ciudad relativamente pequeña, ahora agobiada por el tráfico que crece y las personas que se refugian cada vez más en sí mismas.

Pero en la costa es diferente. Allá en la costa los días pasan largos y tranquilos. Allá en la costa las personas tienen la piel y el cabello secos, quemados por el sol, que transita a la par con todos los que ahí habitan. Allá en la costa hay más vida porque el mar se las da. 

Durante 24 años mi mamá ha viajado día con día a Armería, un municipio costero que se encuentra a 50 kilómetros de Colima. Allí se desempeña como maestra de preescolar en un jardín de niños que poco a poco ha ido menguando en la cantidad de pequeños estudiantes. Armería, que entre broma y nostalgia mi madre ha denominado su “segunda patria”, también se ha ido entrelazando en mi historia.

Conocí Cuyutlán, una de sus playas, a la edad de 4 meses. Unas cuantas fotos de una bebé cachetona jugando con la arena lo comprueban. Nos enamoramos de inmediato -quiero pensar que fue recíproco-, y desde entonces he ido formando lazos con la arena negra, mi piel bronceada, el aire salado y los cocos. Y las olas, nunca he visto olas más altas en mi vida, aunque tampoco es que conozca muchas playas. Con olas así me pregunto si el mar de Cuyutlán está enojado o simplemente es altanero.

– Me gusta más aquí que en Cancún – me dijo un día mi sobrina de 8 años – aquí las olas están grandes y puedes nadar más chido. En Cancún ni se mueve el mar.

Fotografía: Colima Medios

En 1932 pasaron muchas cosas en México, entre ellas, tres maremotos azotaron las costas de Colima y Jalisco. 

Cuyutlán era apenas un pueblo que se conformaba por un jardín principal y dos calles que lo colindaban, pero esto no evitaba que personas lo visitaran constantemente: se tiene registro que desde finales del siglo XIX los turistas ya invadían la costa.

En abril del año en el que pasaron muchas cosas, Cuyutlán fue visitado por el entonces presidente de la república Pascual Ortiz Rubio y por el hombre más odiado por toda la población católica mexicana, Plutarco Elías Calles.

Elías Calles y Ortiz Rubio saliendo de Cuyutlán. Fotografía: Estación Pacífico

Un par de meses después, el 22 de junio, el pueblo se despertó a las 7 de la mañana con un sismo de 6.9 en la escala de Richter. Tras la sacudida, los habitantes divisaron una ola de ocho metros – algunos dicen que fue de 20 – que fue avanzando hasta reventar donde sigue encontrándose la vía del ferrocarril, a 800 metros de la orilla del mar. A su paso se llevó casas, hoteles, enramadas y vidas.

Según Excélsior, en los charcos que se produjeron después del impacto, quedaron flotando los cadáveres de adultos, niños y animales ahogados, y la calle principal quedó cubierta de peces, tiburones de gran tamaño y escombros de todo lo que antes ahí fue.

Casi 100 años después, Cuyutlán es un pueblo de poco más de mil habitantes que se reparten en 1.5 kilómetros cuadrados. Las casas que están al borde de la playa pertenecen en mayor medida a gringos, canadienses y uno que otro europeo que ha decidido construir propiedades que solo pueden ser solventadas por sus monedas extranjeras.

– Sorry ¡no español! – me grita desde el patio de su casa. 

Lleva puesto un traje de baño, sombrero y lentes de sol. Sus brazos y cara están cubiertos por esas manchas oscuras que suelen aparecer en la piel de los de tez blanca, debido a la edad que pasa y el sol que todo lo quema. Es así como, fallándole a mis principios que se oponen a los norteamericanos habitando en México, saco mi mejor inglés y comienzo una conversación con ella.

– What a beautiful house you have! 

La mujer, que andará por la sexta década de vida, amenamente responde a mis preguntas. Me cuenta que su esposo se va a jubilar en poco menos de un año y que tienen planeado quedarse a vivir en Cuyutlán, en esta casa que construyeron solo para vacacionar. Querían un “paraíso escondido del pacífico”, pero nunca se imaginaron que este no estaba tan escondido, ni era tan paraíso, le da miedo este mar pero no deja de admirarlo.

Su patio no tiene ningún tipo de protección, por lo que cualquiera podría entrar fácilmente a la casa. Le pregunto si no le da miedo que se metan a robar y me responde que no le importa si lo hacen, que la vista que tiene no la va a sacrificar por nada.

– A cada rato quieren vender la casa – comenta un joven que trabaja en una ramada cercana – desde que el mar se la comió el año pasado.

Nació un 6 de enero, y siguiendo la tradición de aquellos tiempos, se le acuñó el nombre conforme a la fecha en la que vio por primera vez el sol: Reyes. De apellidos Beltrán Barajas. Por siempre estaría condenado a que al decir su nombre le respondieran: “pero tu nombre, no tu apellido”.

Reyes vivió sus primeros doce años en la ciudad de Colima, a un par de cuadras del templo Sangre de Cristo. Tenía seis hermanos y junto a sus dos padres había nueve en casa. Su papá trabajaba como chalán de albañil y le pagaban diez pesos al día, pero el mar les ofreció otro estilo de vida, uno más atractivo. Así que en 1962 se mudaron a Cuyutlán.

No era la primera vez que veía el mar, lo conoció de más pequeño pues su papá trabajaba por temporadas como salinero. Se tiene registro que desde 1450 se producía sal en Cuyutlán, que según la Sociedad de Salineros de Colima y otros cuantos fanáticos es “la mejor sal del mundo”.

Salinas de Cuyutlán. Fotografía: México Desconocido

Reyes siguió el oficio de su padre y trabajó durante un tiempo en las salinas, envasando y cargando el “oro blanco”. Llenaba los barriles, que después cargaba en su espalda hasta los camiones que los transportaban. Comenta que entre todos los compañeros del turno embarcaban 100 toneladas diarias; barriles de gran peso que le cansaron el cuerpo. Hoy a sus 73 años camina con ayuda de dos bastones, las rodillas ya no le funcionan tan bien.

Aquellos que crecen en la costa aprenden a querer el mar desde niños, si no logran quererlo al menos le pierden el miedo. Reyes y sus hermanos se enseñaron solitos a nadar, desde las primeras visitas a Cuyutlán con su padre. Pero a los 24 años, su relación con el océano cambió.

Cuando salía del turno de trabajo, le gustaba sentarse en la arena y respirar el aire que solo ahí se respira. Uno de esos días vio que una pareja entró a nadar y tentando a la suerte se iban recorriendo cada vez más al fondo. Pero la suerte los traicionó.

– ¡Ayuda, ayuda! – gritó el joven, mientras alcanzaba a salir a la orilla. La mujer ya estaba bastante dentro.

Casi instantáneamente Reyes corrió y se metió a alcanzarla, dice que cuando llegó el cuerpo de la joven ya había sido alcanzado por cuatro grandes olas y estaba flojita, inconsciente, el rostro morado. “Ya está muerta”, pensó asustado, la agarró del cabello y nadó hasta la orilla. La colocó boca abajo en la arena y empezó a golpear su espalda, en un intento de resucitarla. De repente, la mujer abrió los ojos y expulsó litros de agua por la boca y nariz, mezclados con lo que Reyes dice era jitomate y otros restos de la comida que había ingerido ese día, “ay cabrón, está viva”. 

Hasta tiempo después la joven supo quién la había rescatado, al muchacho que iba con ella nunca lo volvieron a ver.  

Este fue el inicio de todo para Reyes. Aquel mar al que acudía buscando refugio, comida, felicidad, también comía, mataba y desaparecía a quienes lo enfadaran por intentar domarlo sin saber.

“Oye Reyes, ese que se ve allá, ¿no será un ahogado?”

El primer cadáver que sacó del mar pertenecía a un hombre de Veracruz. Era alto, delgado y casi no tenía cabello. Acababa de llegar a Cuyutlán mandado por su empresa para hacerse cargo de una casa de empeño en el pueblo. 

A modo de celebración por su nueva oportunidad laboral rentó una cabaña en la playa y pasó toda la noche bebiendo con sus amigos. Se la amanecieron, entonces el hombre les dijo que iría a enjuagarse la cara. Sería el alcohol combinado con razones que solo él y el mar sabrán con exactitud, lo que lo hizo terminar dentro.

En ese tiempo Reyes comenzaba con el negocio familiar, una ramada que montó junto con su esposa, en la que al inicio solo vendían refrescos y coco. El ayuntamiento no les cobraba impuestos pues era salvavidas voluntario.

Cuando uno de sus clientes le avisó que se veía un bulto a lo lejos que parecía un ahogado, su primer pensamiento fue que tal vez estaba buceando. Fue cuando vio que el agua lo movía a su voluntad y se metió rápidamente por él. Le costó sacarlo, las olas se interponían con fuerza. Cuando lo vio sintió algo nuevo, ya no estaba salvando a alguien, solo recuperando un cadáver pálido.

Ya en tierra llegó la policía y la Marina. Los amigos que lo acompañaron solo tenían una preocupación: ¿cómo le iban a decir a su mamá?

Durante los años que el cuerpo le permitió, Reyes se dedicó a ser salvavidas y rescató a alrededor de 50 personas, a otros los sacó ya muertos. Su último salvamento fueron dos jóvenes el año pasado. Cuando las personas se encuentran al borde de la muerte se desesperan, actúan de forma irracional, es por eso que a algunas les tenía que hablar fuerte, como regañándoles, “si me vuelves a zambutir no te voy a sacar”.

Entre los nietos de Reyes está Luis, quien acaba de cumplir los 18 años y ya lleva tiempo siendo salvavidas. Ha rescatado personas vivas y cadáveres también. El año pasado salvó a un hombre canadiense que venía a vacacionar, y que ahora va a visitarlos seguido y cree que nunca va a poder saldar la deuda con su salvador.

Luis se mete junto con otros jóvenes a pescar, nadando, los tiburones le pasan por enfrente y él ni se inmuta. Dice que en las aguas donde hay tiburones es donde están los mejores peces, porque se sienten protegidos. En tres brazadas se adentra hasta donde están las personas que claman por ayuda, los rescata y vuelve a su vida normal. Quiere entrar a la Marina en Manzanillo, el nado ya lo tiene en la bolsa.

Actualmente no se tiene un registro sobre la cantidad de personas que se han ahogado o han desaparecido en el mar de Cuyutlán, tampoco de las que son rescatadas año con año, sobre todo en temporada alta como en vacaciones de semana santa y navidad.

Pero son decenas de hombres los que, como Reyes y Luis, han aprendido a conocer el mar a la perfección y rescatan vidas sin esperar nada a cambio. 

“Casi cada cien metros hay una corrientada, te jala, pregúntele a cualquiera que haya sido salvavidas y va a saber”. 

Hoy Reyes Beltrán Barajas se dedica a atender la ramada que lleva su nombre y en donde venden los mejores camarones al coco que he probado. A veces se queda a dormir en la playa junto a un perro negro que lo acompaña. Debido a la falla en sus rodillas ya no se mete tanto al mar. Comenta que es como las focas, que necesita que el agua lo cubra para poder nadar sin ningún problema.

Vive feliz junto con su esposa y la familia que formaron, parte cocos, cuenta historias y toma agua de mar, que para él es la mejor medicina que hay. Y, por si fuera poco, le dice a las personas exactamente dónde se pueden meter a nadar sin que haya algún peligro de por medio. En sus tiempos libres cuenta sus anécdotas de los años de salvavidas a curiosas que ansían convertirse en cronistas.

Volver arriba