“Las palabras son poderosas”. Es una idea que he escuchado múltiples veces desde muy joven, y que veo reforzarse día con día. En la sociedad, las personas que tienen un hábil uso de la palabra suelen ser las más influyentes. Las personas en la política, celebridades, artistas y altos mandos en las empresas suelen tener una habilidad para el habla que les facilita estar en esos espacios e influir en el resto de la sociedad.
El gran giro en esta trama es que la palabra más poderosa no es la de las personas famosas o con posiciones de influencia, sino la de la ciudadanía. Nosotros, lectoras y lectores, quienes consumimos, compramos, votamos y, sobre todo, construimos el lenguaje con nuestro hablar diario, nuestros dichos y refranes, las charlas casuales, lo que platicamos en comidas familiares o llevamos a nuestros espacios de trabajo o estudio. Las ideas y opiniones comentadas en comunidad generan una toma de decisiones que deriva en acciones, construyendo una ideología social y cultural que delinea y estructura nuestra realidad.
Aquí es donde entra el discurso, entendiéndolo como un proceso de comunicación en la sociedad que forma parte de la construcción de la identidad comunitaria. Los discursos facilitan la significación y re-significación de los conceptos, aportando a la creación y difusión no solo de conocimiento, sino también de ideas y opiniones. El poder del discurso puede ser tan constructivo como destructivo. Así como se ha usado para difundir masivamente conocimientos beneficiosos para la humanidad, también ha sido utilizado para promover ideas peligrosas.
El discurso de odio (que es cualquier forma de comunicación verbal, escrita o conductual que dirige un lenguaje peyorativo o discriminatorio hacia una o varias personas debido a su identidad o características), es la forma más clara de este poder destructivo. No es algo nuevo, probablemente es tan antiguo como la humanidad misma. Ha sido utilizado para dividir y segregar a las seres humanos, convenciendo a comunidades enteras de odiar e incluso agredir a otras por diferencias religiosas, políticas, étnicas, raciales, estéticas o identitarias. Las guerras, como las que se sufren en nuestro mundo hoy en día, son el ejemplo más claro y desgarrador de ello.
Lo que pasa con el discurso de odio es que no se queda en palabras, sino que se reproduce de persona a persona, de comunidad en comunidad, llegando a naciones enteras, dando la vuelta al mundo y generando de manera masiva acciones agresivas y violentas. Los llamados crímenes de odio son la manifestación más cruel de las consecuencias de este tipo de discurso, ya que atentan contra la integridad o la vida de las personas, ocasionados por estas ideas de odio y discriminación
Veamos el odio como una enredadera. Para que funcione, su raíz, que es el discurso, debe estar implantada profundamente en una sociedad, alimentándose de ella. Conforme crece, la enredadera del odio envuelve a los diferentes grupos vulnerados, apretándolos al grado de la asfixia. Florece en forma de chistes, comentarios “fuera de lugar”, prejuicios, estereotipos, conductas segregatorias y faltas de respeto. Y el fruto, finalmente, es la discriminación y la violencia.
Los discursos de odio han dado origen a la misoginia, la xenofobia, el racismo, la discriminación a personas de género diverso o dentro de la diversidad de orientaciones sexoafectivas, así como a personas migrantes, personas con discapacidad o personas indígenas. Fenómenos globales históricos como el antisemitismo, la islamofobia o el apartheid también han sido consecuencia de discursos de odio difundidos de forma masiva.
En esta realidad tan definida por la tecnología y los medios digitales de comunicación masiva, los discursos de odio encuentran nuevas y más eficientes formas de difundirse, respaldados por personas que defienden a capa y espada su “derecho a la libertad de expresión”, pero olvidan que el discurso de odio promueve conductas que violentan los derechos de otros, muchas veces de sus seres
queridos, o incluso los suyos sin saberlo.
¿Qué hacer ante este panorama tan desalentador? Primero analizar nuestra propia comunicación. ¿Qué ideas compartimos y promovemos? ¿Qué clase de discursos replicamos? ¿Hay discurso de odio en nuestra comunicación cotidiana? Los chistes, la música, las películas y series que consumimos, ¿contienen discursos de odio? Y una vez respondidas estas preguntas, comenzar a trabajar en una transformación de nuestros propios discursos.
El día de mañana, 18 de junio, es el Día Internacional para Contrarrestar el Discurso de Odio, que es poco conocido debido a que se conmemoró por primera vez en 2022. Sin embargo, representa un gran paso que grandes organizaciones internacionales como la ONU ya han reconocido las implicaciones y consecuencias de los discursos de odio, y la importancia de generar estrategias para erradicarlos.
Todas y todos podemos ser agentes de cambio, al no solo transformar los discursos propios, sino también contribuir a cuestionar los discursos en nuestras comunidades: dejar de replicar los discursos de odio y promover discursos de paz, tolerancia y respeto. Uno a uno, de comunidad en comunidad, podemos generar el cambio necesario para formar parte de una sociedad más justa, consciente y mejor
comunicada.